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lunes, 27 de agosto de 2012

El nacimiento de Le Droit Humain.



Entre 1892 y 1893 Georges Martin visitó numerosas Logias interviniendo a favor de la entrada de las mujeres en Masonería. Defendía la idea  que la Francmasonería debe consagrarse a la igualdad de los derechos para los dos sexos dando ejemplo ella misma, para reforzar así la tesis de la igualdad; difundiendo y propagando ese ideal en el mundo profano.
Las mujeres que habían sido confinadas a las Logias de adopción en los siglos XVIII y XIX practicaban una especie de  pseudo-masonería poco rigurosa. Por otra parte  estaban persuadidas que si permanecían solas no podrían avanzar, rechazando en numerosas ocasiones la oferta de las Obediencias masculinas de crear una rama especial, porque deseaban sobre todo entrar en las Logias masculinas. Esta propuesta de igualar los derechos de los dos sexos era  el motivo que animaba a Georges Martin para fundar Le Droit Humain.

Hay que reseñar que esa propuesta de las Obediencias Masculinas de formar una rama especial y rechazada en ese momento por las hermanas de las logias de adopción, tomó cuerpo muchos años más tarde con la fundación de la Masonería Femenina.

En enero de 1891 un Taller del Gran Oriente de Francia: ”L'Étoile Polaire”, al Oriente de París, había tramitado la solicitud de iniciación de una mujer de nombre Claire. Ésta fue rechazada por el Consejo General de la Orden con el argumento que su Constitución no permitía la iniciación de mujeres.
La feministas reaccionaron contra esta decisión calificándola de intolerante. Maria Deraismes  divulgó esta algarada diciendo:

“El H.·. Georges Martin pasado presidente del Consejo Municipal y Senador ha reunido un número considerable de HH.·. significativos en la Orden Masónica: todos comprenden la necesidad de combatir el clericalismo, implacable enemigo del progreso, apropiándose de una de sus mayores fuerzas, la mujer, porque su ausencia de las logias paraliza la evolución de la Francmasonería. La cuestión ha sido puesta en estudio, no creo que estemos lejos de que los Templos se abran para recibir esta mitad de la humanidad, sin la cual no puede existir nada duradero.”

9 años después de su iniciación, Maria Deraismes seguía confiando en un cambio profundo de las Obediencias Masculinas.

Georges Martin presentó un proyecto ante el Gran Consejo de su Obediencia: la creación de Talleres Mixtos dentro de su Orden: La Gran Logia Simbólica Escocesa. Proponía en él la creación de Talleres Mixtos para la iniciación de mujeres, Talleres que llevarían como nombre “Le Droit Humain”.
Con maestría consigue que “Le Jerusalem Ecossaise”, su Logia, apoye la propuesta pero pocos días después  es rechazada por la comisión ejecutiva de la Obediencia.

El último intento fue la demanda de admisión de las mujeres en Masonería firmado por los HH Gomain-Cornillé, Andrieu, Schaeffer y Georges Martin presentado a la misma comisión el 6 de julio de 1891. El rechazo de la Obediencia fue nuevamente unánime.
Poco a poco los promotores de una nueva Obediencia iban afianzando su determinación. Tomaría el nombre de Gran Logia Simbólica Mixta Escocesa Le Droit Humain y admitiría igualmente hombres y mujeres. Georges Martin miembro de una Obediencia masculina tenía que respetar el juramento que había prestado. Dejaría a Maria Deraismes, regularmente iniciada, la responsabilidad de iniciar a las primeras mujeres, afiliándose él después para permitir la mixtidad de la nueva Logia.

A comienzos del año 1893, Maria Deraismes empezó sufrir los primeros síntomas de la enfermedad que marcaría su final, lo que le animó a acelerar la creación de una nueva Obediencia. Una primera reunión en su casa el 1 de junio de 1892 fue el comienzo de la materialización de ese proyecto.
El 4 de marzo de 1893 de acuerdo con Georges Martin, reunirá en su casa de la Rue Cardinet, algunas mujeres que, como ella, participaban activamente en la defensa de los derechos de la mujer. Maria Deraismes deseaba asumir toda la responsabilidad en la fundación de la nueva Logia; quería evitar a Georges Martin la acusación  de perjuro por las Obediencias masculinas. Deseaba también que esta creación se realizara de la manera más ritual y regular posible para evitar toda posibilidad de ataque por parte de los enemigos de la masonería mixta.

El 17 de marzo de 1893, 17 mujeres se reunieron en torno a Maria Deraismes y Georges Martin en una casa: 45, rue de Sevres. Paris. Vivienda de Madame Marie Bequet de Vienne, mujer de gran compromiso social, fundadora de numerosas sociedades de beneficencia reconocidas de utilidad pública. Fue  en este Templo improvisado donde Maria Deraismes investida de sus divisas masónicas, realizó la iniciación de estas 17 mujeres que formarán el primer núcleo de El Derecho Humano.

Entre ellas Clemence Royer, prestigiosa científica, Maria Martin, feminista y conferenciante, la Doctora Marie Pierre, Marie Georges Martin, esposa de Georges Martin y futura Gran Maestre de la Orden...  Maria Deraismes les inicia al grado de Aprendiz revelándoles los secretos inherentes a las enseñanzas de ese grado.
La segunda reunión tuvo lugar el 24 de marzo con la exaltación al grado de Compañero de las 17 mujeres. El H.·. Georges Martin traza los planos de la futura Logia delante de las nuevas Compañeras, Maria Deraismes les da la instrucción necesaria para profundizar en el conocimiento de ese grado preparándolas para la Maestría.

La tercera reunión, el 1 de abril de 1893, exalta al grado de la Maestría a las HHª.·. fundadoras. Una vez abierta la Cámara del Medio, es afiliado el Dr. Georges Martin.
3 días más tarde, el 4 de abril de 1893, son presentados en el Ministerio del Interior los estatutos  de la nueva Obediencia, aprobados por unanimidad 3 días antes...

Este relato es un pequeño resumen de cinco semanas fundamentales de nuestra historia. La historia del nacimiento  de la primera Luz de Le Droit Humain.

Bibliografía:
 Cahiers de la Commision de l’Histoire. Fedération Française du DH.
 Georges Martin, Franc-Maçon de l’Universel.  Marc Grosjean.

viernes, 17 de agosto de 2012

Relatos de verano

El paraguas
Cuento original de Ricardo Serna. Pertenece al libro inédito titulado El hombre que leía libros delgados.

Las nubes iban y venían de un lado a otro, pintando un cielo grisáceo y feo que no animaba nada el espíritu, y tan pronto descargaban fina llovizna al norte de la ciudad, como bañaban con su pertinaz sirimiri el sur industrioso y activo.
El vagón del metro estaba lleno a rebosar, y en la parada anterior a la mía procuré situarme bien cerca de la puerta, para evitar empujones a la salida.
–¡Oiga usted, que ese paraguas es mío! –me espetó un caballero bajito y muy flaco que viajaba a mi lado.
–Oh, sí, perdone. Ya me disculpará el despiste. Me había parecido que cogía el mío –le dije–. Lo siento de veras.
El hombre bajito –que tenía cara de apellidarse Martínez– me miró desde abajo con una de esas expresiones de resignación y desconfianza que denotan un buen grado de incredulidad o escepticismo.
Bajé del vagón y me perdí andén adelante, hasta salir por la boca más próxima a mi domicilio. Recuerdo que me recibió Milagros, mi hija pequeña, con la envidiable sonrisa que es habitual en sus lindas facciones. Hay que ver cómo pasa el tiempo; parece que fue ayer cuando hizo la primera comunión, y ya hace tres años que se casó con Jaime y hasta me ha dado una nieta.
A las doce me asomé un momento al mirador del salón y comprobé que apenas lloviznaba en ese instante.
–¿Vas a salir, papá? –me interrogó Milagros.
–Sí, hija mía. He de ir a ver a Juan Cuesta. Ya sabes lo delicado que está de salud, el pobre.
–Pues podrías llevarme a reparar estos dos paraguas, el de Jaime y el mío. Te coge de paso.
–No faltaría más. Dámelos, hija, que ahora mismo los llevo a la paragüería de San Esteban.
Al salir de casa, apenas hube andado quince metros desde el zaguán, me crucé en la calle con el caballero flaco y bajito del metro.
–¡Se da bien la mañana, eh! –me increpó, gesticulando.

viernes, 10 de agosto de 2012

Relatos de verano



EL PINTOR DE AVES



El faro estaba plantado al pie del cantil. Abajo se desmoronaban las olas y se alzaba un cielo raso de espuma y de gaviotas. Un hombre, parecía joven, había instalado su trípode y su caballete hacia la oblicua luz de oro. Miraba por el objetivo y disparaba fotos; parecía demorarse en componer o, simplemente, esperaba que un barco cruzase la lejanía. Y, de modo intermitente, tomaba el pincel y manchaba suavemente el lienzo. Trabajaba con delectación. Con ese placer inefable que no se puede definir con palabras o que, acaso, puede encerrarse en tres sustantivos: lentitud, éxtasis y abandono. Al cabo de una hora o así, recogió sus bártulos y se dirigió hacia el faro. No tenía prisa. Abrió la puerta de la verja y entró. 

Creí que era el momento de abordarlo. Me dirigí hacia el edificio, agité la valla varias veces y grité: “¡Señor farero!”. Al final, salió: era joven, más de lo que me había parecido desde una prudente distancia, y me saludó sin entusiasmo. No sabía muy bien qué decirle, e intenté mentir lo menos posible. “Soy escritor, preparo un libro sobre los faros y los fareros, y quería hablar con usted”. Le añadí algunos datos sobre mi trayectoria, le nombré al pintor y escritor del mar Urbano Lugrís, que no le sonaba de nada, y le dije que era coleccionista de libros de faros de todos los países del mundo. Me resultó muy fácil añadir: “Mientras lo miraba pintar y tomar fotos, pensaba en una novela: El pintor de aves de Norman Howard. Sucede en Terranova y se cuenta la historia de un farero y de un artista de pájaros”. El joven no parecía demasiado interesado en charlar conmigo, pero acabó invitándome a entrar. Dimos una pequeña vuelta por los alrededores del faro y me mostró, en la parte posterior que lamía el acantilado, una especie de refugio y observatorio que tenía una mesa, su bicicleta y una gran hamaca. “Aquí pinto por la mañana. Y cuando no hay tormenta me siento a escuchar el latido del mar”. Entramos en el faro y me mostró sus lienzos. Cuadros del mar y de aves. Cuadros del cielo y de barcos. Cuadros de sirenas desdibujadas, peces y oleajes que rompen en los peñascos. Le pregunté por la fotografía y me dijo que era su gran pasión. Más que la pintura, incluso, y que era únicamente un fotógrafo del cielo y del mar. No le interesaba otra cosa. Esas gamas azules, cárdenas, blancas, violetas, el encuentro en el horizonte del mar y del cielo. “Ahora este oficio de farero no tiene ciencia alguna: todo se controla con ordenador. Sé que más temprano que tarde me echarán de aquí. En realidad, soy como un registrador de celajes y de ponientes”. 

No llené ni una página de notas. Cuando estaba a punto de irme, vi que en una pared había varias fotos: fotos familiares en Venecia y Praga, fotos de su niñez en paisajes idílicos, fotos a lomos de un caballo, fotos en la playa próxima... Eran fotos de una felicidad antigua. Me fijé en un retrato de mujer. Tanta fue mi curiosidad, y mi desvergüenza, que me dijo: “Margarita vivió aquí conmigo ocho meses, siete días y un último atardecer de vendaval. No soportó la soledad de esta vida y un día me dijo que se marchaba para siempre: se arrojó al vacío. Todos los días le envío una carta al mar con un dibujo, con una foto, con un poema de amor y esperanza. En el fondo, pinto para ella, hago fotos por ella, e intentó convencerme de que algún día regresará”.

Salí. Y volví a pensar en El pintor de aves de Howard Norman, una novela que cuenta la historia de un joven, Fabian, que mata a un farero y que se enamora locamente de una joven hermosa: Margaret. Margarita. 

© Antón Castro.

lunes, 6 de agosto de 2012

A propósito de la austeridad.


José Bada. Filósofo 
La crisis económica no es toda la crisis, ni se resuelve solo con medidas económicas. Hay bienes imponderables que no produce la economía real ni se venden en el mercado. Valores sin valor de cambio que no tienen precio, imponderables y sin embargo imprescindibles para la convivencia humana en general y para resolver incluso la parte económica de la crisis. Solo el necio --o los necios, cuyo número es infinito, como dice la Biblia-- confunde valor y precio, como dijo Machado. Sacrificar esos valores en el altar de esa nueva religión, la del dinero, es un mal negocio que acaba con todo sin resolver nada.
Claro que primero hay que vivir, y la urgencia del plato de lentejas ciega al que tiene hambre. Se comprende. Pero lo que más ciega no es el hambre que puede satisfacerse, la de los pobres, sino la insaciable avaricia de los ricos. Si el hambre ciega, también espabila. Y se puede ser pobre pero honrado, faltaría más. Mientras que la avaricia mata y enloquece. Somos animales políticos y como tales deberíamos preguntarnos para qué sirve el poder si no es para hacer justicia, vivir en paz y ser felices dentro de un orden.
Vivimos en un mundo con recursos limitados, donde ni todo es posible ni todo es necesario para ser más felices. Somos animales políticos, todos, pero no todos en igual proporción y ese es el problema: que abunda el número de los necios y los brutos, aunque sean pocos, tienen mucho poder y una avaricia que rompe el saco. Con lo que gastan los ricos de este mundo para morir de mórbida obesidad, se podría satisfacer el hambre de los pobres de todo el mundo. No falta pan, lo que falta es hambre de justicia. Y lo que sobra es avaricia.
Tener dinero es más fácil que ser honestos. La honestidad es el valor más escaso, no porque no podamos ser todos honestos y aumente su escasez con la demanda, sino porque los auténticos valores humanos como la honestidad, la responsabilidad, la solidaridad, la fraternidad, y eso que llamamos conciencia y buena conducta, todo eso, no se produce nunca y menos en cantidades industriales. Propiamente hablando ni siquiera se adquiere ni se tiene, no se compra: se es o no se es, ahí es nada. ¿Educar en valores?
Sea lo que sea eso no es escolarizar, ni adiestrar o simplemente instruir, ni domesticar, ni clasificar o graduar a unos degradando a otros, ni hacer hombres de provecho para la industria: para producir y consumir los bienes y servicios de una economía en expansión sin límites reconocidos hasta que explote. Porque esa es la madre de todas las burbujas. Y educar en valores es dejar ser, ayudar a ser, cuidar el buen clima, mantener el tiempo sereno, vivir bajo un sol de justicia y mostrar los valores que brillan en la noche para todos. Y llamar a las cosas por su nombre. Que no es mejor el que más tiene, ni desarrollo humano el económico, ni excelencia lo que se dice en las aulas.
Todos los analistas saben que en el fondo esta crisis es moral. Y ese es el tema del que habla todo el mundo. Pero el problema económico, el grano que nos duele, no tiene solución económicamente hablando. Ni predicando la austeridad, sino siendo austeros. La austeridad como virtud moral no excluye el placer sino los placeres desordenados y superfluos. Pero no la jovialidad, la afabilidad y la amistad como dice Tomás de Aquino recordando a Aristóteles y llevándonos al huerto de Epicuro. Ese jardín --o huerto, mejor dicho-- no es un espacio para competir sino para convivir. Porque no hace falta más cuando hay bastante. La prédica de la austeridad como renuncia es inmoral cuando solo es eso, cinismo cuando se impone a los pobres y un error de bulto en política económica.
Un ministro de economía debería saber que austeros lo son ya sin remedio los ciudadanos a quienes les llega el agua al cuello, y ninguno de los ricos que nadan en la abundancia. Y que los recortes, como la poda, han de hacerse en las ramas donde cantan los pájaros: por lo alto, y no en las raíces de la economía real. Por otra parte, recurrir a la moral como remedio es ignorar la racionalidad del sistema económico, la condición humana y la categoría de la ética que es muy señora para servir a la economía. Mientras que los hombres de carne y hueso son demasiado humanos en general para servir a nadie sin ánimo de lucro.
Por tanto solo un milagro puede salvarnos de esta crisis: la excepción de muchos hombres que rompan la regla y el círculo vicioso del sistema, de hombres que sepan valorar porque sí lo que realmente vale por encima de todo: de los fines por encima de los medios y de los valores auténticos por encima de las mercancías. Si no se da el milagro volveremos a las andadas. Y los primeros en volver serán los últimos que se acuerdan solo de la moral cuando la necesitan. Y tonto el último, naturalmente.

FUENTE: El periódico de Aragón.

jueves, 2 de agosto de 2012

Relatos de verano.


El eclipse


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-- Si me matáis --les dijo-- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles


Augusto Monterroso.